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Roma, 3 mar (EFE).- Los habitantes de Samoa no vieron llegar el desastre cuando apostaron casi toda su alimentación a un tipo de tubérculo, una muestra del impacto que tiene la progresiva pérdida de biodiversidad en todo el mundo.
Como si de un ciclón se tratase, en 1993 una plaga arrasó prácticamente los cultivos de malanga, una planta de hojas grandes y sustento de la dieta en ese pequeño archipiélago, que tuvo que detener sus exportaciones a otras islas del Pacífico mientras lidiaba con la crisis alimentaria.
"Fue el clásico ejemplo de lo que puede pasar con el monocultivo. En Samoa solo producían una variedad de ese tubérculo, la única que el mercado quería", explica a Efe la experta Mary Taylor.
La antigua responsable del banco de genes del Centro Forestal y de Cultivos del Pacífico relata que en ese país apenas hallaron 11 tipos de malanga "muy similares entre ellos" y "ninguno resistente" al destructivo hongo del tizón, por lo que ampliaron la búsqueda de variedades tolerantes a toda la región, desde Papúa Nueva Guinea hasta las islas Salomón o Vanuatu, y Asia.
Costó convencer a los gobiernos para que colaboraran e intercambiaran material genético, pero finalmente se dieron cuenta de su vulnerabilidad y lo importante que era conservar su biodiversidad, según Taylor.
Se creó una red abierta a 22 países del Pacífico para apoyar los trabajos con esos recursos y un banco de semillas regional ubicado en Fiyi que alberga la mayor colección mundial de malanga, con más de mil muestras, junto a las de otros cultivos básicos como el boniato, el plátano y la yuca.
"Tendemos a centrarnos en los cultivos agrícolas, pero necesitamos considerar más los ecosistemas", asegura Taylor, que lamenta la falta de fondos y experiencia técnica para garantizar la biodiversidad en su conjunto.
La secretaria de la Comisión de Recursos Genéticos de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Irene Hoffmann, coincide en que, además de las plantas cultivadas y la cría de animales, hay toda una "biodiversidad asociada" poco conocida que componen millones de microbios e invertebrados como polinizadores o gusanos.
También están los corales, manglares y demás hábitats esenciales para los peces, o los alimentos salvajes que proporcionan hongos, animales sin domesticar y bosques, dentro de "todos los organismos que dan servicios de ecosistemas de los que depende la agricultura y que ofrecen resiliencia frente a los choques, incluido el cambio climático", sostiene Hoffmann.
Un reciente informe de la FAO revela que el 24 % de casi 4.000 especies silvestres alimentarias en 91 países están disminuyendo en abundancia, sobre todo entre crustáceos, peces, moluscos e insectos, aunque el declive podría ser mayor porque el estado mundial de muchas especies no se conoce.
La experta insiste en investigar más el vínculo entre la biodiversidad asociada y su función en los ecosistemas, impulsando políticas que influyan en los mercados locales para evitar la sobreexplotación de los recursos.
Con ese fin se han establecido programas de mejoramiento de abejas y corales, o bancos de microorganismos, desde los que sirven para fermentar quesos a las bacterias del suelo, aunque muchos solo puedan preservarse en su ambiente natural.
Igualmente se recomiendan prácticas "amigables" con el medioambiente: agricultura orgánica, manejo integrado de plagas, agroecología, gestión forestal sostenible o acuicultura diversificada, entre otras.
"Algunos países las están empleando cada vez más, pero no lo suficiente para detener el declive", apunta Hoffmann.
Tras la pérdida estimada del 75 % de la biodiversidad genética en favor de variedades uniformes y de alto rendimiento hay procesos como la deforestación, la agricultura intensiva o la urbanización.
Para revertir esa tendencia, el Fondo para el Medioambiente Mundial (GEF) ha lanzado un nuevo programa enfocado a la alimentación, el uso de las tierras y su restauración, financiado con casi 500 millones de dólares en los próximos cuatro años.
Una de las acciones que apoyará será poner freno a la deforestación que causa el comercio internacional de productos como la soja, el aceite de palma o la carne.
"Hay que transformar el sector alimentario para lograr un desarrollo sostenible sin degradar la salud del planeta", declaró en una reciente presentación en Roma la presidenta del GEF, Naoko Ishii.
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