Lectura fácil
Aunque cada vez más países eliminan la pena de muerte de sus sistemas legales, un pequeño grupo de naciones persiste en su uso, incluso contra personas con discapacidad mental o intelectual. Esta práctica, además de ser profundamente inhumana, genera un sufrimiento indescriptible tanto en los condenados como en sus familias.
Alrededor del mundo, continúan dándose numerosos casos de aplicación de la pena de muerte
Un ejemplo estremecedor es el caso de Rocky Myers, un hombre afroamericano diagnosticado con discapacidad intelectual desde los 11 años. Desde hace tres décadas, Rocky permanece en el corredor de la muerte en Alabama, Estados Unidos. Fue condenado en 1994 por un jurado mayoritariamente blanco, y el juez elevó su pena de cadena perpetua a la de muerte, desestimando cualquier consideración de su discapacidad.
Además, durante su juicio, su abogado no mencionó esta condición, lo que evidencia las enormes fallas en el sistema judicial que debería haberlo protegido. A pesar de las contradicciones en los testimonios que lo incriminaron y las denuncias de coacción policial, Rocky sigue esperando su ejecución, encontrando consuelo en las postales que recibe de personas solidarias.
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos prohíben la aplicación de la pena de muerte a personas con discapacidades mentales o intelectuales. Sin embargo, en la práctica, esta protección no siempre se respeta. Amnistía Internacional ha documentado numerosos casos de personas en estas condiciones que han sido ejecutadas, aunque la opacidad en países como China o Corea del Norte dificulta estimar la magnitud exacta del problema.
En Estados Unidos, por ejemplo, aunque la Corte Suprema prohibió en 2002 la pena de muerte de personas con discapacidad intelectual, la falta de estándares claros ha permitido que decenas de personas en estas condiciones hayan sido ejecutadas desde entonces.
La situación es aún más grave para quienes sufren enfermedades mentales graves, como esquizofrenia, ya que no existe una prohibición específica para protegerlos. Un caso reciente es el de Joseph Corcoran, ejecutado en Indiana en 2024 tras ser diagnosticado con esquizofrenia paranoide. A lo largo de 15 años en el corredor de la muerte, Corcoran padeció alucinaciones y delirios constantes, lo que lo llevó a renunciar a más apelaciones para poner fin a su sufrimiento.
Otros países, como Irán, Japón y Singapur, también han aplicado la pena de muerte a personas con discapacidades mentales o intelectuales en los últimos años. En Irán, Mohammad Ghobadlou, un joven de 23 años con discapacidad intelectual, fue ejecutado en 2024 tras un juicio considerado injusto y marcado por la falta de transparencia. Japón, conocido por sus estrictas condiciones en el corredor de la muerte, ha mantenido a personas como Hakamada Iwao y Matsumoto Kenji bajo condiciones de aislamiento que agravaron sus problemas de salud mental.
En Pakistán, aunque el Tribunal Supremo estableció en 2021 la prohibición de ejecutar a personas con discapacidades mentales, casos como el de Mohammad Asghar, condenado por blasfemia a pesar de padecer esquizofrenia, demuestran que esta protección no siempre se aplica.
Una protección que no siempre se aplica
La crueldad de la pena de muerte no solo radica en el acto de la ejecución, sino también en los años de incertidumbre, aislamiento y sufrimiento que enfrentan los condenados y sus familias.
Amnistía Internacional continúa luchando por la abolición de este castigo en todo el mundo, señalando que es una violación flagrante del derecho a la vida, la dignidad humana y el trato justo.
Añadir nuevo comentario