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“En UNICEF estamos devastados por los informes de un ataque que mató a tres niños de la misma familia, junto con su madre, en Krivói Rog.
Kiril, de diez años, su hermano Demyd, de casi tres, y su hermana Ulyana, de sólo dos meses, murieron en un ataque nocturno que alcanzó su edificio de apartamentos y los sepultó bajo los escombros. Su padre fue el único superviviente de su hogar.
Miles de niños y niñas se enfrentan a situaciones crueles en Ucrania
Cada noche en Ucrania, miles de niños y niñas se enfrentan a una realidad que ningún pequeño debería conocer. Sus días, que deberían estar llenos de juegos y aprendizaje, están marcados por el sonido ensordecedor de alarmas y explosiones. Cuando cae la noche, no encuentran la tranquilidad que tantos otros en el mundo dan por sentada; en lugar de eso, el miedo se convierte en su compañero constante. Al acostarse, si es que logran hacerlo en sus camas, lo hacen con la incertidumbre de si un nuevo ataque los sorprenderá mientras duermen.
Muchos ni siquiera tienen el consuelo de su propia habitación. Los pasillos, sótanos y refugios improvisados se han convertido en su refugio nocturno, lugares donde las paredes parecen más un escudo que un hogar. Se abrazan a sus padres o hermanos, en busca de una seguridad que ni los adultos pueden garantizarles. Cada alarma los obliga a despertar sobresaltados y correr, muchas veces en la oscuridad, sin saber si esa explosión cercana será la última que escuchen.
Sus pensamientos, que deberían estar llenos de sueños infantiles, están ocupados por preguntas que reflejan una cruda madurez: ¿será seguro salir mañana? ¿Estarán a salvo mis amigos? ¿Volverá mi familia a estar completa? Estas preguntas son espejos de una infancia interrumpida por la brutalidad de la guerra. Los días que transcurren no solo les roban momentos valiosos, sino que dejan cicatrices invisibles en sus mentes y corazones, heridas que tardarán generaciones en sanar.
A pesar de todo, estos niños y niñas albergan una esperanza que resulta casi milagrosa: la esperanza de que, al abrir los ojos por la mañana, el mundo haya cambiado. Sueñan con despertar en un país donde los sonidos de la guerra hayan sido reemplazados por el canto de los pájaros, donde puedan correr por las calles sin miedo y donde sus hogares permanezcan en pie, intactos, junto a sus familias. Es un anhelo sencillo, casi básico, pero en su contexto se convierte en un acto de valentía.
En Krivói Rog, otros tres niños y su madre no se han despertado. Historias trágicas como esta se han convertido en la norma en Ucrania a medida que continúan los ataques contra zonas pobladas.
En los primeros 12 días de noviembre, los ataques intensos y continuados han matado al menos a cuatro niños y herido a más de veinte, según los informes.
Marcas profundas en el resto de su vida
Cada vez que un niño pierde la vida o resulta herido, el dolor que deja atrás no solo afecta a su familia inmediata, sino que se extiende como un eco desgarrador a sus amigos, vecinos y comunidades. Estas tragedias dejan marcas profundas e imborrables, cicatrices emocionales que acompañarán a quienes las sufren durante toda la vida. Cada sonrisa apagada, cada futuro truncado, representa una pérdida incalculable para la humanidad, una promesa que nunca llegará a cumplirse.
Es imposible medir el impacto de estas pérdidas en quienes quedan atrás, pero sabemos que el vacío que dejan es abrumador. Los padres enfrentan un sufrimiento inimaginable, cargando con el peso de un dolor que desafía cualquier comprensión. Los amigos pierden compañeros de juego, aliados en sus aventuras y confidentes en su inocencia. Las comunidades enteras se ven obligadas a recoger los pedazos de un tejido social desgarrado por el conflicto.
Ningún niño debe vivir temiendo constantemente por su seguridad. Los ataques a zonas pobladas deben cesar y los niños y niñas de Ucrania deben estar protegidos dondequiera que se encuentren, desde sus hogares hasta sus escuelas y parques infantiles”.
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