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Roma, 7 jul (EFE).- Aceite de oliva adulterado, carne contaminada, fechas falsas de caducidad, colorantes nocivos en frutas... La larga lista de prácticas fraudulentas es un dolor de cabeza para los países que se agudiza con el comercio internacional.
Lo que para unos es claramente motivo de fraude puede no serlo para otros, un obstáculo legal que, según los expertos, complica la lucha contra ese tipo de delitos a nivel global.
Por eso los gobiernos se han propuesto empezar con algo tan básico como definir el problema: un comité del Codex Alimentarius, el organismo internacional que establece las normas alimentarias, está estudiando qué enfoque tomar ante la falta de términos armonizados.
"Se ha establecido un grupo de trabajo para que desarrolle un documento con las definiciones relevantes que luego circulará entre los miembros", apunta a Efe Sarah Cahill, experta de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que gestiona el Codex junto a la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La búsqueda de un lenguaje común pasa por entender del mismo modo conceptos como el fraude (engaño ilegal que suele buscar algún beneficio económico), la integridad de los alimentos (en perfectas condiciones) o su autenticidad (que sean verdaderos).
Además, hay multitud de formas de fraudar, que van de la sustitución de ingredientes por otros de peor calidad al ocultamiento de defectos, el mal etiquetado, la venta de alimentos robados, la utilización de aditivos no autorizados o la falsificación.
Si para determinar que los alimentos son inocuos existen mecanismos globales de intercambio de información, en cuestiones de fraude alimentario las iniciativas son voluntarias, según Cahill, que insta a usar mejor los datos para lanzar alertas.
Tras el escándalo que supuso en 2013 la aparición de carne de caballo en procesados con etiquetas de vacuno en Europa, la Unión Europea (UE) y el Reino Unido impulsaron redes internacionales formadas por científicos, autoridades y otros socios para intentar detectar las violaciones de las reglas alimentarias.
El año pasado, los países de la UE intercambiaron información en 597 casos y tuvieron que tomar medidas ante sonadas polémicas, entre ellas la contaminación de huevos con fipronil o el atún adulterado que causó intoxicaciones.
Anne MacKenzie, del Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI), destacó esta semana en una conferencia en Roma que la colaboración ha estado reforzada por el uso de tecnologías avanzadas aplicadas a la trazabilidad.
Con vistas a identificar el origen y las etapas de procesamiento y distribución de un producto, cada vez tienen más peso las técnicas de secuenciación del ADN, la digitalización y hasta el "blockchain" o cadena de bloques, afirmó.
La especialista remarcó que "las agencias reguladoras están considerando penas más altas" contra los que participan en el fraude y destinando recursos para autentificar los alimentos.
Porque se llame como se llame, ese negocio en la sombra ya le ha costado a la industria alimentaria muy caro.
La Oficina de propiedad intelectual de la UE ha calculado en 1.300 millones de euros lo que la industria europea deja de ingresar cada año a causa de la falsificación de bebidas alcohólicas, que se traduce en 4.800 empleos perdidos.
Para Ignacio Sánchez, vicepresidente de la Federación Internacional del Vino y las Bebidas Espirituosas, el vino, "de alto valor y basado en el reconocimiento", se enfrenta sobre todo al uso de marcas por quien no está autorizado, la difusión de información falsa y la venta de productos que no cumplen los estándares.
"Hemos trabajado más de un siglo en crear estándares internacionales para el vino, pero no se han finalizado los estándares armonizados para cumplir con las normas", aseguró Sánchez.
A su juicio, la "vacuna" contra el fraude está en complicar y encarecer la actividad ilegal, restándole atractivo a los delincuentes.
Steve Gender, director de la farmacopea estadounidense USP, cree que se necesita la información de la industria sobre sus suministros, de manera que se puedan ver los fallos del sistema para "prevenir en vez de reaccionar".
Al final es una cuestión de confianza porque, como dice Cahill, "la gente solo quiere saber lo que consume y cuánto puede confiar en la información de la etiqueta y el envase de los productos".
Belén Delgado
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