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Desde hace tiempo el llamado “estado de bienestar” como objetivo político, casi podría decirse que desde su mismísima proclamación, ha estado sujeto a una crítica bastante generalizada por parte de numerosos estudiosos de la realidad social y económica, al considerar que los objetivos que se perseguían en el mismo son incompatibles si se aplicasen en toda su extensión, y requerirían a la larga recurrir a la fuerza para imponerlos socialmente, lo cual acabaría por restringir e incluso anular la libertad de las personas.
Resulta curioso que en un sector tan primario como el agrícola, quizá por eso mismo, aparezca una manifestación tan clara de una de las grietas más aparentes del sistema, aunque dudo mucho que tal relación se reconozca oficialmente, ya que sería confesar una de las grandes incompatibilidades que se derivan de la puesta en práctica del llamado “estado social de bienestar”. Habría que suponer, aunque con los actuales dirigentes políticos es mucho suponer, que los ministros y sus “expertos” sean conscientes de los costes reales a la hora de determinar el beneficio de los que intervienen en el proceso de producción, distribución y venta de los productos agrícolas. Reducir el problema exclusivamente a los márgenes de beneficio de los necesarios intervinientes directos en el sistema: el del productor agrícola, el del distribuidor y el del punto de venta, resulta de una tosquedad analítica que produce rubor contable. La demagogia es fácil moneda de cambio para un público no familiarizado con el tema, pero sobre todo al que no se le informa de los gastos reales que impone el actual sistema de recaudación fiscal a los intervinientes en cualquier mercado incluido el agrícola.
Haciendo simplemente unas consideraciones muy superficiales, sin entrar en cifras ni mucho menos exactas, pues podrían variar en cada caso específico, para determinar el beneficio del productor habría que tener en cuenta los gastos fiscales que se derivan de ejercer la actividad agrícola: impuestos territoriales, patrimoniales, del personal y sus derivaciones sociales, los IVAs adelantados por la compra de productos necesarios para la explotación, utilización de maquinaria, impuestos abonados en el combustible en los, fertilizantes, en riego etc. luego vendría el distribuidor habría que determinar: los impuestos que se derivan del transporte: vehículos, matriculaciones, circulación combustibles, energía en la conservación, el almacenaje, IBI, tasas, del personal con sus impuestos correspondientes y gastos sociales adheridos, los derivados del consumo eléctrico con sus impuestos autonómicos y generales… Por último en cuanto a los puntos de venta: han de pagar los gastos derivados de la locación, almacenes, naves, con sus impuestos municipales, tasas, consumos varios, así como los que correspondan al personal del mismo, y así hasta llegar al resultado final que a su vez es gravado con el impuesto de sociedades, para llegar luego al propietario o accionista en forma de dividendo o de salarios del trabajo…. En fin, el tema fiscal es un decisivo capítulo en tales actividades a la hora de determinar el beneficio real del empresario o del trabajador en cualquiera de sus etapas, desde el campo hasta llegar al supermercado. Hace muchos años, ya comentaba un conocido importador y distribuidor de café en España, cuando se le preguntaba sobre el llamado “comercio justo”, en cuanto a que el bajo precio de la materia prima en origen dificultaba el desarrollo de los pueblos cuyo progreso dependía del mismo, él respondía: que el valor dinerario del café contenido en una taza en un establecimiento en Madrid era insignificante, casi despreciable comparado con el resto de los gastos…
Tal ejemplo sería en gran medida ampliable al problema en cuestión: nuestro sistema, no solo el español, de producción, distribución y venta en el sector agrícola es muy oneroso para ser competitivo, al estar gravado todo él fiscalmente a un nivel insostenible. Esto se agrava en un mercado globalizado, donde la competencia se multiplica desde muchos lugares y sistemas que no son homologables al nuestro. En realidad este axioma, no es solo aplicable al sector agrícola, sino a muchos, lo que ocurre es que en este sector salta a la vista con una claridad meridiana: si nuestros políticos no solo no han sido capaces de negociar en la UE unas condiciones que protejan de la invasión de productos provenientes de terceros países, que tienen un nivel de renta infinitamente inferior al español, sino que hasta algunos socios importantes de la UE, con objeto de mantener a un nivel ínfimo, con respecto a su renta, la cesta de la compra de sus países respectivos, lo que políticamente les resulta popular y beneficioso, han concedido condiciones de privilegio a terceros países de fuera de la UE ( sugiero que nos fijemos en el origen de las judías verdes por ejemplo en la mayoría de los mercados, o las latas de espárragos chinos…) la situación a medio plazo es insostenible.
Esta tremenda presión fiscal se justifica, al menos teóricamente, ya que el sistema tiene infinitas filtraciones e ineficiencias, en base a la necesidad de mantener una serie de servicios públicos a nivel universal, basados en la distribución de la renta, que pesa significativamente sobre cualquier actividad productiva. El resultado práctico de tal trasvase de riqueza es que el sostenimiento del sector productivo se ve fuertemente penalizado, mientras otros sectores se ven subvencionados o mantenidos. Al actuar el estado como distribuidor principal de los recursos obtenidos se resta capacidad de maniobra y disposición de capital al sector privado para determinar su política de actuación o fijación de precios. En resumen el intervencionismo del sector público en la economía es desproporcionado al tamaño de la misma. Este hecho insoslayable está sostenido por razones ideológicas no económicas, mantener esta política es negarse a reconocer lo evidente: tarde o temprano el sistema colapsará por mucho que nos endeudemos para ir tirando, lo que no funciona es este modelo de distribución de gran parte de la riqueza generada a cargo del estado. Una cuestión es proveer a unos servicios públicos necesarios o crear redes sociales de apoyo, para evitar situaciones de carestía y paliar necesidades perentorias y otra muy distinta es mantener indefinidamente a un sector de la población en situación de dependencia absoluta de los recursos públicos. Es comprensible el atractivo político de tal proceder, votos a cambio de subvenciones y mantenimiento, en lugar de ocuparse de administrar unos recursos escasos para crear una situación favorable al desarrollo y formación de riqueza. A la larga es suicida, cada vez habrá menos para repartir. Por ejemplo: el IVA que se aplica al comprador, que va directamente al fisco, es del 10% y más alto sobre muchos capítulos en el proceso completo que va desde el agricultor hasta el cliente último, es evidente que para los partícipes en este mercado, obtener más de un 10% neto resultaría muy atractivo, operando la mayoría con márgenes inferiores, como ha declarado ya públicamente una autoridad en el tema como Sr. Roig de Mercadona.
El sector agrícola, con la competencia abusiva extranjera, la distribución y la venta, con unos gastos crecientes derivados de las normativas, cada vez más complejas y des coordinadas entre territorios y unos nuevos impuestos “verdes” (más bien “rojos”) asomando por el horizonte, nos colocan ante una difícil decisión para la clase política: o bien se reducen sustancial y significativamente las presiones fiscales y asimiladas sobre todo el sistema, se reducen subvenciones y similares momios para fomentar la producción e inversión productiva en todo el sector agroalimentario, o el sistema tal como lo conocemos puede colapsar.
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